23 agosto, 2013

Los gatos según Ian McEwan


A William debió de afectarle la pérdida de sus fuerzas. Abandonó la compañía de otros gatos y se sentaba solo en la casa sumido en recuerdos y reflexiones. Pero, a pesar de sus diecisiete años, se mantenía lustroso y delgado. Era casi negro, con los pies y el pecho de un blanco deslumbrante, y una mancha blanca en la punta de la cola. A veces iba a buscarte allá donde estuvieras sentado y, tras pensarlo un momento, te saltaba a las rodillas y se quedaba ahí, despatarrado, mirándote fijamente a los ojos sin parpadear. A lo mejor ladeaba la cabeza, sin dejar de sostener la mirada, y maullaba, sólo una vez, y entonces sabías que te estaba diciendo algo importante y profundo que jamás lograrías comprender.
Nada le gustaba tanto a Peter como quitarse los zapatos y tumbarse junto al gato William frente a la chimenea de la sala en una tarde de invierno después de volver de la escuela. Le gustaba agacharse y ponerse al mismo nivel que William, colocar su cara junto a la del gato y ver qué extraordinario era, que hermosamente no humano, con las púas de pelo negro que surgían formando un globo de la pequeña cara bajo el pelaje y los bigotes blancos con esa curva ligeramente descendente, los pelos de las cejas alzándose como antenas de radio y los pálidos ojos verdes con las hendiduras verticales, como puertas entreabiertas a un mundo en el que Peter jamás podría entrar. En cuanto se acercaba al gato empezaba un ronroneo sordo y profundo, tan grave y fuerte que el suelo vibraba. Peter sabía que era bien recibido.


En las nubes, Ian McEwan

Nos seguimos poniendo a tono con la Feria Purrr!!!!

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