20 noviembre, 2007

Gente de terror

Había muchos motivos para ir a lo de Ana María. El principal, o eso creía yo en aquel momento, era la pelopincho.
Una casa con mucho verde y la gloriosa pileta de lona cuando el calor apretaba eran una bendición. Desde temprano me encallaba cual orca de Mundo Marino y salía del agua arrugada como pasa de uva. Ana, cada tanto, dejaba su Biblia (la revista Gente), entraba cuidadosamente a la pelopincho y comenzaba con una serie de movimientos cuasi mecánicos que se sucedían por repetición. La clave era mantener siempre húmedas nuca, cabeza y pecho. Como gata con cría hacía lo mismo conmigo. Me generaba cierto rechazo esa especie de revuelta bautismal, era uno de esos momentos en que deseaba más que nunca ser grande. Quería darme cuenta yo sola cuando podía estar insolándome o tener esa especie de poder vaticinar fiebre con sólo apoyar los labios en una frente, pero me dejaba hacer.

Después del almuerzo era obligatorio hacer la digestión. El pánico aquel que se te cortaba la digestión y te podías morir era lo que te repetían como loro. Por las dudas, me aguantaba el trámite y solía ser el momento indicado para la lectura de chimentos de la Gente. En mi casa no se compraba la revista asi que era la novedad, el acceso indiscriminado a todos los números semanales que se juntaban en una pilita, al lado de la tele. El libro estaba reservado para la tardecita, en la galería. Pasar parte del verano en lo de mi madrina tenía sus privilegios.

Cuando escuchaba que los sapos salían a escena desde el verde me iba para adentro y prendía la tele.

Era sábado a la noche y en el 13 daban una de terror. En la propaganda había visto a una chica bañada en sangre, caminando como posesa. Carrie, así se llamaba la película. Había algo hipnótico en ella, en su mirada desquiciada. Tenía que verla. Terminamos de comer temprano y gracias a ese cansancio típico del ocio del verano (sol-pileta y pileta-sol) la flia cayó frita. Para ver Carrie no se pedía permiso. Carrie era lo mismo que decir no. Además, nada más emocionante que escabullirse del cuarto, llegar en puntas de pie hasta la tele de la cocina y ver a oscuras, pegada a la pantalla, una de las grandes obras del Sr. Stephen King. Nada fue igual. El género terror se apropió de mi durante largo tiempo. Desde lejos, los sapos fueron testigos y la Su, siempre diva, parecía sonreírme desde la tapa.

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