14 noviembre, 2017

El día que me enamoré del cine


Para la mejor vecinita del mundo que me llevó desde tan temprano al cine. 
Y aunque no lea este blog, para Spielberg con cariño.

Cuando tenía 6 años mi mamá me enseñó, entre tantas otras cosas, a ser del palo de E.T., el extraterrestre. A través de su amor por el cine y en particular, con esta película, se encargó de mostrarme que hay gente buena como Elliot dispuesta a ayudarte, a enseñarte, e incluso si es preciso y aunque duela el alma, la gente como Elliot es capaz de acompañarte a tomar la nave que te llevará de vuelta a casa.
Este blog se lleva mucha tarea para el hogar, muchos temas pendientes por escribir, pero no E.T. Y  aunque siempre supe que en algún momento iba a escribir sobre esta gloria ochentosa, el momento es ahora, en pleno reinado del escorpión y durante esta semana; la de mi cumpleaños.
Así de importante es E.T. para este blog, para este barrio, para esta vecinita y por supuesto, para muchos vecinitos fans de esta película y de Spielberg en todo el mundo.

La primera vez que entré a un cine fue en brazos de mi mamá en el inolvidable cine Los Ángeles. Con pocos meses de edad y después de un par de intentos fallidos, la tercera fue la vencida. Dicen que la letra con sangre entra y en mi caso, La Cenicienta me enseñó a puro moco y llanto lo suficiente sobre hadas madrinas, príncipes, castillos y zapatitos.
En los papeles, la historia de la fregona y sus hermanastras fue la primer película que vi en mi vida. Y es pura verdad, pero también es verdad esa tarde de un 25 de diciembre de 1982 en el cine Metro; uno de los más lindos cines de Buenos Aires. Estaban proyectando el "tanque" cinematográfico que siempre se estrena entre Navidad y Año Nuevo.
A unos metros del Teatro Colón, en un cine hermoso, formé parte de esa comunidad que lloraba en voz alta y con hipo la partida de un extraterrestre y la tristeza de un niño que se verá afectado con esa pérdida.
Ese tarde supe que algo importante estaba pasando ahí, dentro de esa sala, en la oscuridad.
Ese día nacía mi amor por el cine.
Por el maestro Spielberg.
Y por E.T., en mi recuerdo, la primera película que vi en mi vida.

Una noche cualquiera, una nave extraterrestre aterriza en un bosque. Sus ocupantes exploran la zona hasta que son interrumpidos por voces y pisadas humanas que se acercan. El miedo y el apuro por huir de la situación provocará un escape desorganizado de las criaturas y ET quedará en la Tierra. Indefenso y asustado busca refugio en el garage de una casa donde vive una madre recientemente separada con tres hijos a cargo. Elliot, el hijo del medio, descubrirá al extraterrestre y con paciencia logrará su confianza y amistad.

E.T. cuenta ese vínculo y la conexión de un niño triste (uno de los temas favoritos de Spielberg) con un extraterrestre que busca comunicarse con los suyos para que regresen a buscarlo y así volver a su casa.

Antes de hablar de Elliot, de la mini Drew Barrymore, de la famosa escena de las bicicletas y de ese final lacrimógeno, es importante señalar que E.T. es un clásico y como tal supo envejecer. En realidad nunca envejece porque no hay avance tecnológico ni 3D que le gane al tosco y retro ET de Elliot. Tampoco le hace falta grandes efectos especiales ni baba asquerosa y dientes puntiagudos que maten tripulantes de una nave como en Alien. En E.T. lo tenebroso está dado por los agentes del gobierno vestidos de astronautas, las persecuciones y el ET pálido muriéndose en la orilla de un río. Con estos elementos, Spielberg nos demuestra que no es necesario mostrar los dientes para dar miedo. Toda esa sombra y esa oscuridad alcanza. 
El tono es nostálgico más no deprimente. La fotografía, el guión, el escondite en la habitación de Elliot, el día de Halloween, el secreto de mantener oculto a alguien fascinante y esos hermanos que saben callar, ayudar y sí, también llorar.

Durante dos horas, Spielberg hace lo que quiere con nosotros. Es un gran manipulador emocional. Por un lado, crea un ambiente casi de terror. También puede hacernos sonreír cuando disfraza y emborracha al extraterrestre, y por último nos toca el corazón con ese plano de esa luna inmensa luminosa, esas bicis voladoras y la música de John Williams que contribuye a ponernos la piel de gallina.

¿Cómo no amar entonces Stranger things, la serie de los hermanos Duffer si hay tantos homenajes a ésta y otras grandes obras cinéfilas de los 80?
Entre otras cosas, Stranger things recoge el guante de esa época donde no existía internet ni los smartphones, donde los chicos andan en bicis por la noche y se comunican por handy. Halloween sigue siendo ese gran evento y la que va es contar ese mundo infantil, sus formas de comunicación, de sentir y de conectarse emocionalmente.

E.T., tal como la serie, es para nostálgicos. Va por el corazón, no por el cerebro. Me inspira y hace que añore esa época en la que jugaba con mi vecinita en la puerta de casa hasta altas horas de la noche. Pero sobre todo, E.T. me hace sentir esa niña de 6 años, en esa sala del cine Metro, viendo las lágrimas de mamá, sintiendo las propias correr, y de fondo el sonido de cierres y broches de carteras, en una época en la que los pañuelos eran de tela  y había que sacarlos para llorar la despedida de ET, esa parábola sobre la soledad infantil y el drama de despedir a un amigo que se lleva una plantita y ese pedazo de tu corazón de niño.


E.T, el extraterrestre es una película del año 1982 y fue dirigida por Steven Spielberg. Y sí, también una de las películas del top five de la vecinita de enfrente.

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