22 diciembre, 2011

Siempre seremos prófugos

Estrés. Esa es la palabra que se me viene a la cabeza cuando pienso en la última película de Andrew Nicoll. En El precio del mañana la filosofía slow no existe. No hay tiempo para relajarse, para pensar dónde nos vamos a ir de vacaciones o qué película vamos a ir a ver este fin de semana. Hasta el simple hábito de tomar un café deja de ser justamente un hábito para convertirse en toda una decisión, siempre y cuando uno quiera destinar su precioso tiempo al cortado en jarrito y esas cosas simples de la vida o a cuestiones más "operativas".

La película propone un mundo en el que todos los habitantes están genéticamente diseñados para dejar de envejecer a los 25 años, ese es el lado bueno de la cuestión. El lado malo es que a partir de ese momento un cronómetro luminoso se activa automáticamente en la muñeca de la persona marcándole un año de vida. A partir de ahí hay que ganar tiempo cual vidas en un videojuego. El tiempo es la moneda de cambio. No hay dinero en este mundo, sólo tiempo. La vida eterna puede adquirirse o robarse con un simple intercambio de muñecas. Desde un viaje en colectivo hasta una elegante partida de póker todo se paga con minutos, meses u horas de vida. La desigualdad social es evidente. Los ricos son inmortales y los pobres trabajan y mueren para sustentar al pico de la pirámide.


Will Salas (el músico devenido actor Justin Timberlake) trabaja en una fábrica y vive al día a duras penas en el gueto, una zona donde los pandilleros en lugar de hacer cola en el banco para pedir un préstamo por un tiempo extra de vida, recorren las calles robando relojes biológicos de los demás.

La suerte del protagonista cambia de la noche a la mañana cuando recibe dormido un siglo de yapa de regalo de parte de un hombre rico con tristeza harto de la inmortalidad. Esa cantidad de tiempo le permite a Will abandonar el gueto e ingresar a la ciudad de los ricos, gastar a lo pavote en comidas, un auto deportivo, noches en hoteles donde las almohadas son mullidas y donde conoce a Sylvia (Amanda Seyfried), la hija del magnate del tiempo.


A partir de aquí, el timekeeper (la traducción sería algo así como el guardián del tiempo, en definitiva, el policía y todo su escuadrón) encargado de monitorear cualquier movimiento irregular en la sociedad, sospecha que Will no adquirió legalmente todo ese tiempo extra y empieza una persecución que seguirá hasta el final. Hay huidas al estilo Bonnie & Clyde, botines, escenas de persecuciones, romance, mucho de Robin Hood donde el tiempo que se roba al rico se reparte con el pobre y moraleja final/reflexión sobre el empleo del tiempo.




Justin Timberlake sigue demostrando que la pantalla grande le sienta bien y, aunque arriesgado mi pronóstico, me juego, lo banco y lo perfilo como el futuro agente Hunt de Misión Imposible. Claro, cuando al pobre Tom Cruise no le den más las piernitas para correr. Por el contrario, Amanda Seyfried, con una peluca espantosa, haciendo de fugitiva es el punto flojo de la historia. Ni que hablar en los momentos dramáticos de la historia, por ejemplo, cuando sufre en carne propia pocas horas de vida.


El precio del mañana es interesante, pero sobre todo divertida. Ideal para todos los que decimos que el tiempo no nos alcanza. Después de ver correr a Timberlake y a su chica vamos a cambiar de idea, o al menos vamos a necesitar tomar aire cuando salgamos del cine, reposar un rato y pedirnos ese cortado en jarrito sin mirarnos la muñeca.

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