Uno puede tener un mal día. Quedarse dormido, discutir con su jefe, extrañar mucho a alguien...
La ciudad puede inundarse, los subtes pueden hacer paro por tiempo indeterminado, el mundo volverse un cambalache como en el tango, pero toda gran tragedia deviene paraíso cuando traspasamos la puerta de casa, nuestra casa.
No es necesario ser chef ni tener una nutrida biblioteca culinaria. Todos heredamos, en algún momento de nuestras vidas, el paso a paso de una receta familiar o mínimamente fuimos "ayudantes de cocina" de madre, tía, abuela. Así el truco para que el bizcochuelo salga siempre esponjoso o el soufflé no se baje va pasando de generación en generación. Se me ocurre pensar que hay datos, instrucciones, métodos, técnicas...como quieran llamarle que sí pueden imitarse y resultan exactas como una fórmula matemática, pero otras son irrepetibles, irremplazables...aún empleando las mismas medidas, mismas marcas, mismos tiempos de cocción. Por ejemplo, la tortilla de mi abuela a deshoras, el lomo a la pimienta con papas a la crema de mamá en el invierno, los guisos potentes del vecinito, los cannoli de su abuela tana que no llegue a conocer...
Algunas comidas, sin pretenciones gourmet, nos devuelven una sensación primitiva, emotiva como aquella primera vez que probamos ese plato que adoramos en nuestra infancia, el que "nunca fallaba". En la película de Disney que tiene como protagonista al "chefcito" de 4 patas, Mr. Ego, el severo crítico gastronómico se emociona y vuelve por un instante a su infancia con sólo probar un simple -pero elegante- plato de ratatouille.
Buen provecho.
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